Y allí lo veo, con el típico peinado de vereda a un lado, el cabello medio largo, cargando su portafolios color negro que le era especial por ser un recuerdo de su padre. Era ya de noche, al momento no lo reconocí, pero su mirada punzante del otro lado de la calle me dio la señal. Me saludo con la cabeza e intentó pronunciar mi nombre. Un trueno latoso nos asustó, él volvió a sonreír y abrió su paraguas; cruzó la calle, cuidándose de que no viniera algún vehículo. La lluvia comenzó a caer.
Mi estado de ánimo no era la mas amable en ese momento; había tenido un pleito laboral. Un grito llamó mi atención; miré a mi alrededor y no lograba verlo. Un segundo grito se escuchó más cerca; la lluvia ya no me caía más y el calor de su cuerpo se hizo presente. Su aliento erizó mi nuca, mientras me llamaba al oído por mi nombre. En silencio, solté una sonrisa; sus brazos giraron mi cuerpo para vernos frente a frente; allí estaba él. Toqué su rostro para sentir su barba a medio crecer, sus cabellos crecidos y sus orejas afiladas. Callado aún, y conteniendo las ganas de besarlo para hacer un cuadro perfecto, rocé mis manos sobre sus brazos.
La lluvia comenzó a pesar más sobre el paraguas, caminamos al estacionamiento en el edificio de mi oficina. Afortunadamente llegamos a tiempo al carro. Abrió a puerta y me dispuse a sentarme; él hizo lo mismo, acomodando su portafolio en la parte trasera del auto. Encendió el motor, mirando como siempre, precavido, todo lo que había a su paso. Salimos del estacionamiento. Me dijo que tenía hambre y que le pareció escuchar hablar a sus compañeros de trabajo acerca de un nuevo restaurante al norte de la ciudad, donde se cenaba rico. Accedí a conocer aquel lugar, ya que al igual que él, me moría de hambre. Durante el camino al restaurante, platicamos de cómo nos había ido en el trabajo; de mi jefe, que es un bipolar maníaco, que solo negrea a su personal, nada parecido al jefe que Sebastian tenía.
Para llegar a la zona norte de la ciudad, había que alcanza la carretera que conectaba al periférico y tomar el largo camino hasta donde la señal nos indicara de nuevo la entrada a la ciudad. La direccional se encendió y el sonido anunciaba que doblaríamos a la derecha; la lluvia no daba tregua. Harto de mi propia plática me callé y sonreí para mi mismo. Sebastián hizo la expresión habitual, en la que su ceja izquierda se alzaba al mismo tiempo y en el mismo sentido que la comisura de sus labios; esto en señal de haberme quedado callado sin mas ni menos.
Llegamos a Jura, un restaurante de comida italiano-mexicana, que resultó ser de Andrés, uno de los mejores amigos de Sebastián, mismo que le sugirió el lugar. Al llegar nos atendió el joven del valet parking, la señorita de la entrada, muy amable, nos guió desde el lobby. Se podía percibir el aroma a especias y pasta recién hecha; era un olor que te invitaba a pasar al lugar y consumir la exquisitez que en la cocina se estaba preparando. Llegamos a nuestra mesa que se encontraba en un sitio apartado de todas las demás, lo cual no me extrañó ya que Sebastián suele ser un poco especial en algunas cosas. El mesero llegó, nos entregó el menú, en el que no había mucho de donde escoger. No dije nada.
Me percaté de la actitud de Sebastián, un poco mas extraña de lo normal. Miraba a su alrededor para buscar al mesero y le dio instrucciones en voz baja. Presentía que algo estaba pasando, lo conocía. Ya teníamos dos años saliendo formalmente. Como todas las parejas, en el pasado tuvimos peleas por gente externa a la relación. Hemos compartido muchos momentos, los cuales nos han hecho crecer como personas y como novios.
Andrés, su amigo, llegó a saludarnos a la mesa; un gesto amable de su parte, ya que se encontraba con su esposa Miranda, quien nos saludo desde la barra con su copa en mano.
Luego de dos copas de vino, me puse de pie para ir al baño, mientras el mesero llegaba para llenarme la copa de nuevo. Ordenamos de entre las pocas opciones que nos ofrecía el menú para cenar. Durante la espera platicamos acerca de nuestras familias, del trabajo, de los nuevos lugares en la ciudad, de los antros a los que no habíamos asistido hace mucho, pero sobre todo de nosotros, del viaje que tenemos planeado al extranjero para celebrar nuestro tercer aniversario.
Fue un diez de diciembre cuando entramos a Jura, el restaurante de Andrés, el amigo de Sebastián.
La cena estuvo deliciosa, y por la expresión de Sebastián, igual fue de su agrado. Me sonrió invitándome a que le respondiera con el mismo gesto; lo hice a la medida para que su mirada encontrara la mía. Mucho le agradecía que tuviéramos estos tiempos para nosotros dos, ya que con el ajetreo del trabajo no nos era frecuente tener estas citas.
- Estás nervioso – Afirmé al momento que le tome la mano y su mirada inmediatamente se fijo a otro lugar que no era mi rostro.
Le solté las manos preguntándole si todo estaba bien, a lo que no me respondía, sólo bajaba su mirada. En ese momento todo me pasó por la mente. Respiraba por obra del Espíritu Santo. Mis piernas se movían al ritmo del latido de mi corazón, que iba a mil por hora. Para mi el silencio se hizo pesado y cansado; buscaba sus ojos para poder conectarme de nuevo con él, pero mis intentos eran en vano. El celular de Sebastián sonó un par de veces y no lo atendió. Mire hacia la mesa de Andrés y sólo recibí una mirada evasiva.
– Sebastián… – le llamé en voz baja, modulando mi temperamento.
Unas noches antes a esta épica cena, Sebastián me sugirió la posibilidad de vivir otros momentos, en los que podamos tener un espacio, “¿Espacio?”, pensé para mi mismo e inmediatamente le respondí:
- Para espacios está el universo, el espacio exterior.
No podía ni siquiera dejar que terminara la oración, por el simple hecho de que no tenía cabida. En ese momento me levanté de la cama en dirección a la sala; me siguió casi inmediatamente, mientras jugaba con sus manos una y otra vez. En ese instante bloqueé todo lo pudiera salir de su boca. Cada palabra era borraba en automático; no quería saber lo que trataba de decirme.
Me acerqué a la ventana que daba al parque de la avenida principal. El viento jugaba con unas hojas secas del otoño, dibujando círculos y formas perfectas; nada parecido a la noche que estaba teniendo, cero perfecta. Unos meses antes a esa noche habíamos tenido una discusión muy grande, y de las primeras palabras que emitió en ese entonces fueron: “tener un espacio”. Nos dejamos de ver un par de meses. No quería en absoluto escuchar de nuevo lo que tenía que decirme.
Sebastián comenzó a notar mi inquietud, mi desesperación. Mi sonrisa se tornó a seriedad. Volví a mirar hacia donde estaba Andrés, como si él tuviera la respuesta que estaba buscando, y sobre todo, que el fuera cómplice. Ya no estaba en la barra; miré a mi alrededor y el lugar estaba solo.
- Sebastián… – le llame por segunda vez.
Juraba era una de sus tantas bromas que gastaba para hacerme enfadar, pero no respondía a mis llamados. Me cansé de tal incomodo momento y me levanté de la mesa, diciéndole que no se preocupara por mí.
- Pensé que la cena era algo serio y tranquilo, un momento para los dos, sin juegos absurdos.
Eso le dije, más una sarta de cosas que me salían de lo más profundo de mi ser. Ya había dado un paso de distancia de la mesa, el paso más inseguro de mi vida. Entre mis pensamiento del momento había sólo una cosa que quería que pasara: que no me dejara ir. Justificaba mi actitud con todo lo que habíamos pasado; pero mi comportamiento del momento era inusual. De nuevo comencé a hablar, pero Sebastián supo cómo callarme; yo no lo veía venir.
- Rodrigo ¿quieres casarte conmigo?
En ese momento, el tema del espacio tuvo otro significado.